Por Pegaso
Uno puede estar en contra de las ultrafeministas que destrozan monumentos, escaparates de tiendas y hacen su desmadre en la vía pública.
Les dicen feminazis, por la forma tan radical de protestar.
Aquí, en Reynosa, lo más que han hecho es marchar, plantarse en la plaza Hidalgo, hacer unas pintas en los monumentos y baldosas y escenificar algunos “performances” sobre las acciones de los pérfidos y malvados hombres.
Pero cuando vemos algunos casos particulares donde las mujeres sufren verdaderos calvarios, hasta se nos pone la “piel chinita”.
Leía yo ayer por la tarde una historia que publicó el diario Milenio, autoría de Carlos Abad, donde una joven de 14 años fue vendida ¡por un marrano, un guajolote y 500 pesos!
La nota periodística narra la historia de Rosario, una jovencita de origen humilde, que jamás pudo asistir a la escuela y que desde muy pequeña se dedicaba a la pepena, en un cinturón de miseria del municipio de Tuxtepec, Oaxaca.
Al quedar huérfanas, ella y su hermana de 8 años, fueron adoptadas por su abuelita, doña Paulina, quien las enseñó a juntar cartón y envases PET para venderlos a una recicladora.
Así se ganaban la vida, entre la mayor pobreza que imaginarse puede.
Pero un día, una prima de Chayito le dijo que podía irse a vivir con ella. A las tres semanas, le comunicó que tenía que ir con un hombre, el cual le daría techo y comida.
Pero el sujeto, Luis, de 19 años, la mantenía encerrada y cada que llegaba la golpeaba y violaba.
Chayito supo por boca del mismo tipo que le había pagado a su prima con un marrano, un guajolote y 500 pesos.
Aunque en repetidas ocasiones le pidió que la dejara salir y volver a la casa de su abuela, éste se negaba, diciendo que era de su propiedad, porque la había comprado.
Finalmente pudo escapar, en una de las ocasiones en que Luis llegó totalmente drogado.
Historias como esa abundan en las comunidades más empobrecidas del sur del país.
Mujeres y niñas que son vendidas por sus padres a cambio de animales, o por unos cuantos pesos que garantizan solo algunas comidas más para la familia.
Acabo de ser testigo, ayer mismo por la tarde, frente a la casa donde vivo cómo dos mujeres de aspecto indígena, una con un chamaco colgado de su rebozo en la espalda, aplastando latas de aluminio, y otra con una niña en una vetusta carreola, barriendo los frentes de la casa a cambio de unos cuantos pesos.
Me imagino que el esposo o querido, mientras tanto, está en su casa rascándose las bolas y esperando que llegue la mujer para ir a comprarse una caguama bien helada.
En un mundo y en un país tan misóginos, si tuviera que nacer de nuevo, no me gustaría ser mujer, y mucho menos indígena, porque las oportunidades de educación y de trabajo son menos que nulas.
Por supuesto, hay garbanzos de a libra, como aquellas féminas empoderadas que han logrado a base de tesón y trabajo duro, terminar una carrera, hacerse de una pequeña empresa o tener un puesto directivo. Pero son las menos.
En México, no solo hace falta una “Ley Olimpia” que castigue a los tipos que suben material íntimo de sus parejas a las redes sociales, sino que necesitamos también leyes que protejan a las mujeres que habitan en las zonas rurales más marginadas y en los cinturones de miseria, donde aún los hombres tienen la mentalidad de que son objetos que les pertenecen.
Hay que impulsar, pues, una “Ley Chayito”, una “Ley Juanita”, una “Ley Paquita” y en general, una ley que favorezca a cada niña o mujer violentada en sus más sagrados derechos humanos, como son los de la vida y la libertad.
Tras esta reflexión, nos quedamos con el refrán que dice: “En el orbe hay exceso de individuos, pero carencia de sensibilidad humana”. (En el mundo sobran humanos, pero falta Humanidad).
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